EL SALTO DEL TEQUENDAMA

Siempre me había llamado la atención el Salto del Tequendama, sobre todo en esos días opacos y tristes, como todos los días en los que mi espíritu se revolvía como un animal desesperado en busca de paz; esa misma paz que yo, aun con un lastre de vida a cuestas, no podía lograr.

Abatido en el abismo de mis pensamientos, decidí conceder la más intensa muestra de amor hacia mí mismo: el silencio perpetuo, allí donde los minutos se funden en la 4( eterna de sentirlo todo y a la vez no sentir nada.

Comencé a caminar por aquel sendero que tantas veces había recorrido, ya no como antaño, disfrutando del paisaje y revolcándome con destreza entre la exuberancia de la naturaleza, sino para reunir fuerzas y ese valor inquebrantable que precisa uno para pedir la admisión en el reino de la no-existencia.

Sabía que mis pasos resonaban en el bosque camino al salto del Tequendama, pero no escuchaba el sonido de los pájaros ni el susurro del viento. Un silencio sepulcral parecía haberse instalado en el mundo; sólo mi respiración, entrecortada y pesada, delataba la tormenta que asolaba mi ánimo.

Estaba consciente que no era un lugar idílico para el fin de mis días, sino más bien tétrico e inquietante. Pero algo en aquel escenario me atraía, como si me susurrara historias de naufragios y liberaciones. La lúgubre atmósfera que emanaba el lugar parecía ser justo lo que necesitaba para dar ese último paso: el paso hacia la eternidad.

El eco de mis pasos se volvía más agudo a medida que me aproximaba al abismo. La niebla que cubría el horizonte me abrazaba, llenándome de frío y de cierto reconfortante abrazo final.

Me detuve al borde de la cascada, contemplando la inmensidad del agua desplomándose como en una danza hipnótica hacia el terrible vacío. Mis pensamientos se revolvían como esas aguas turbulentas, llevándome a la desolación de la soledad y a los brazos de la muerte.

Contemplé el agua caer con violencia, como si en su eterno descenso intentara borrar del mundo las heridas que durante siglos le habían infringido. Me detuve allí, en la antesala de lo inevitable, y mis ojos recorrieron el paisaje en un último adiós sin palabras. Los árboles, en una danza silenciosa, dejaban caer sus hojas cobrizas, como si supieran que trazaban el final de un capítulo que jamás debió ser escrito.

Las aguas turbulentas abajo retumbaban contra las rocas, invitándome a sumergirme en la mística fragilidad de la existencia. Respiré hondo y me detuve al borde de la garganta del tiempo, listo para dar el salto. En ese instante, un fino hilo de sol se abrió paso en el cielo, infiltrándose entre las nubes, como el último rayo de esperanza que violentaba las sombras del abismo que me esperaba.

Sentí cómo el viento me acariciaba delicadamente, como si quisiera susurrarme que no era tarde para volver atrás; y de momento, casi imperceptible, una mariposa revoloteó delante de mí, ofreciéndome la promesa latente de metamorfosis. El jadeante susurro del viento me recordaba que la vida, en ocasiones, implora como un mendigo a las puertas de la compasión: un buen motivo para seguir en pie.

Senderos de dudas desgarraron mi alma, y como una protesta de mi propio ser, un inmenso arrebato de amor reverberó en mi pecho, haciéndome entender que todos somos parte del mismo río, que, a pesar de las caídas, buscamos la redención y el perdón en el océano infinito del amor.

A lo largo de mis solitarios años, mi existencia había ido consumiéndose poco a poco en el arduo camino hacia la desdicha y la tristeza, hasta que finalmente mi alma había quedado vacía, como un faro apagado en una noche oscura y sin estrellas. Y en ese oscuro precipicio me encontraba, donde ni siquiera el ruido ensordecedor de las cascadas lograba ahogar el silencio de mi pesar.

Entonces, mientras la bruma que emanaba del abismo acariciaba mis pensamientos, cerré los ojos y, como en un éxtasis, dejé que mi mente se sumergiera en la negrura del olvido. Allí, donde mis anhelos se diluían en la penumbra, comencé a desarmar mis demonios. Imaginé un mundo en el que los susurros escondidos del viento lograban al fin ser escuchados, donde ni una sola vida se perdía en el vacío como lo haría la mía en breve.

Pero no supe alejar mi mente del abismo, y el Salto del Tequendama insistía en llamarme a sus negras fauces, como esa voz que resuena en el fondo de la conciencia. Y sintiéndome prisionero de la fatalidad, resignado e incapaz de reprimir mi impulso, dejé que mis pies cruzaran el umbral del adiós.

Al lanzarme al abismo, mis últimas reflexiones se entrelazaron con el caos del aire que recorría mi cuerpo en caída. A mi alrededor todo era furia, estruendo y bruma, y allí, en aquel instante irrepetible, comprendí que no sería el desafío al vacío lo que me devolvería la paz, sino, más bien, mi desfallecimiento ante el infinito.

Continué cayendo hasta chocar con la violencia del agua, mi cuerpo se destrozó en el impacto, como un diminuto soldado en una guerra más grande que él. Me sumergí en la profundidad del río, en un silencio absoluto de redención y eterno descanso. Allí, mi alma quebrada encontró por fin su refugio en la penumbra.